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| Ilustración: Belén García Monroy |
En
un país donde la política había estado dominada durante décadas por los
partidos de centro-derecha y centro-izquierda, algo comenzó a cambiar. El auge
de los partidos de extrema derecha se volvió palpable, y muchos se preguntaban
cómo había sucedido. La respuesta yacía en las palabras de algunos análisis que
pululaban: los electores habían perdido la identificación con los partidos
tradicionales.
La
sociedad había cambiado, sus valores y preocupaciones eran otras, pero los
partidos de siempre parecían incapaces de entenderlo. Los partidos de centro, a
pesar de su lenguaje moderado, no lograron movilizar las pasiones de los
electores. Sus discursos eran vistos como carentes de autenticidad, como si
hablaran desde un lugar distante y ajeno a las luchas reales de la gente.
Entonces,
en medio de este panorama político turbio, surgió una voz. La voz de una mujer,
Mouffe[1], una pensadora política. Lanzó
una propuesta alternativa: para contrarrestar el auge de los partidos de
extrema derecha, era necesario construir populismos de izquierda. Estos
populismos no buscarían negar las pruebas legítimas de la población, sino que
canalizarían esas pasiones hacia valores democráticos y progresistas. ¿Sería
este el camino hacia una sociedad más democrática, igualitaria, libre y justa?
Poco
a poco, surgieron líderes carismáticos que adoptaron esta visión. Inspirados
por la idea de movilizar las pasiones hacia un objetivo común, comenzaron a
hablar el lenguaje del corazón ya conectarse con las esperanzas y temores de la
gente. Hablaron sobre igualdad, justicia social y derechos humanos de una
manera que resonaba profundamente con la población.
La
gente comenzó a sentirse parte de algo más grande que ellos mismos. Se reunían
en mítines y marchas, ondeando banderas con lemas de solidaridad y progreso. La
política ya no era solo un juego de números y estrategias, sino una expresión
apasionada de las aspiraciones colectivas. La democracia liberal cobró vida nuevamente.
Daba la impresión de que los populismos de orientación izquierdista conseguían
dirigir las emociones en favor de una mayor igualdad y justicia social, pero en
realidad todo ello servía para mantener intacto el mismo sistema que apuntalaba
y agravaba la desigualdad, no proponían un cambio radical y profundo del
sistema dominante. Una salida a otro mundo posible.
Con
el tiempo, los populismos de izquierda resurgieron como alternativa. Revivió la
participación política, ofrecieron soluciones concretas a los problemas que
afectan a la sociedad. pero ¿era el populismo de izquierda la salida a una
sociedad más justa, democrática e igualitaria? ¿O era la contracara de la misma
moneda? Las ideas extremistas de la derecha comenzaron a perder terreno,
eclipsadas por una contra propuesta que se embanderaba con una visión inclusiva
y transformadora de la política.
Los
partidos políticos habían aprendido una importante lección: la política no
podía ignorar las pasiones humanas. La falta de identificación con los partidos
tradicionales había llevado al auge de los extremos. El país podía encontrar
una manera de movilizar esas pasiones hacia un futuro más igualitario y
democrático, pero ¿esto solo era posible a costa de la construcción de
populismos de izquierdas? El resurgimiento de las pasiones políticas había
cambiado el rumbo del país, mostrando que la auténtica conexión con la gente
era el verdadero motor del cambio.

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